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El código secreto

-No me digas eso Raymunda, que mes vas a hacer llorar…

y los fantasmas no lloran.

Qué te parió Almodóvar, me hiciste pasar demasiadas sensaciones por el cuerpo en noventa minutos, admití incrédulo aún en la butaca.

Caminé hasta la puerta del cineclub mientras se intensificaba en mí  la sensación de estar asomándome desde el interior de mi propio cuerpo; más precisamente desde el borde de mis ojos.

Al salir todo fue más leve: la gente y sus gestos, la puerta de vaivén, el susurro de la noche.

Emprendí mi caminata hacia la calle donde están enclavadas las paradas de los bondis que huyen del centro. Esa herida de asfalto por la cual, durante las jornadas laborales parecen circular todos los medios de movilidad  existen. Buscaba una señal; la del N5.

Esa noche, mientras caminaba calle abajo, un extraño silencio perduraba pese a que me adentraba cada vez más en esa jaula de carteles. Una calma inusual se derramaba sobre esa parte del centro de la ciudad  sin transmitir nada sobrenatural,  solo calma.

Calma.

Durante la espera, algunas conversaciones  boludas y los focos inquisidores de los vehículos atentaron contra la oscura armonía. Súbitamente, un fuerte viento comenzó a rozar todas las cosas; parecía liberado de un largo cautiverio.

Yo continúe asomándome desde una mirada distinta, como si el filtro de mi sensibilidad se hubiera quedado escondido entre la platea del cineclub, agazapado, esperando la repetición de la medianoche.

Cuando el colectivo se aproximó sin sutileza, ingresé con resignación.

A través de la ventanilla pasaban escenas inconexas de una profunda tristeza: largas cuadras de fachadas oscuras; una ventana cuadrada y pequeña entre rejas, iluminada en exceso desde adentro cual pantalla indiscreta en la que una señora mayor espera vender algo, a alguien… a la hora en que otros están ya en su casa cómodamente; una barriada pobre, más ventanas.

Entre las hendijas de sus persianas se escapan centelleos de un brillo uniforme, rítmico: televisores; el programa más visto. Destellos coordinados, sístoles y diástoles de ese vulgar corazón común de nuestras sociedades.

La rutina ya goteaba implacable. Yo promediaba mi viaje.

Boleto, por favor.

Se lo ofrecí sin levantar la cabeza y sin quitar mi brazo extendido a fin de concluir lo antes posible con ese trámite. Así fue.

Gracias, dejó caer con voz de ultratumba mientras siguió su camino.

Cuando me dispuse a guardar el boleto, advertí que la marca en tinta negra no era la tilde acostumbrada. Confundido, atiné a buscarlo con la mirada hacia el fondo del pasillo pero el sujeto ya no estaba. Mientras indagaba en mi memoria reciente el momento en el que pudo haberse detenido el colectivo, volví a mirar el boleto. En el margen izquierdo, el agente había trazado

ε =\infty

Debo admitir que el incidente despertó mi curiosidad. Acerca de la finalidad de tal codificación no se me ocurrió nada, pero me dispuse a descifrar su significado. Se me impuso como condición misteriosa hacerlo antes de bajar del colectivo. Desde el principio se me ocurrieron solo dos opciones: Sigue leyendo

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