Él estaba acostumbrado a observar casi todo desde abajo, en un ángulo que oscilaba entre los 35º y 80º. Los complejos los había dejado en el portón de la escuela; aquellas relaciones también.
Sus días fluían mecidos por la certidumbre de poseer un plano favorable para contemplar de manera más completa todo aquello que le rodeaba. Si bien la soledad se le había acercado para ya no dejarlo, él no se autocompadecía de ello.
Empezó a asumir esa ambivalente libertad como un designio más de los dioses; si a Ulises lo demoraron diez años lejos de su isla mientras su hijo crecía, con él no parecían haberse ensañado tanto.
En comparaciones de ese tipo trabajaba su mente mientras caminaba cada mañana hacia su trabajo. También ocurría al regresar. Solo se detenía al pasar debajo de aquella ventana y, al ver esas macetas como aferradas a la reja, a veces sonreía al imaginarlas trepando en busca de sus respectivas Julietas.
Otras veces palidecía al imaginarlas al borde de un suicidio inminente.
Pero siguió pasando día tras día, mes tras mes creyendo verlo todo desde ese punto. Nunca supo que al observar esa ventana él también era observado. La apertura de ese ángulo entre los cristales y sus ojos le impedirían comprobar que ella lo esperaba puntualmente.