Aquella mañana caminó hacia el museo saboreando el eco del café con leche. Si bien era muy temprano, al llegar pudo penetrar en el cálido ambiente.
Se paró frente al cuadro La belle captive, de Magritte.
De forma inmediata sintió un vínculo íntimo con la escena: una vez más experimentaba la sensación de asomarse a la inmensidad a través de alguna manifestación artística; le había ocurrido de percibir en una tela, en una página o en una melodía lo que de otra forma quedaba sin ser revelado para la experiencia humana.
Sería pretencioso definir el tipo de comunicación que se estaba produciendo; la razón no alcanza a definir ciertas experiencias. Solo era evidente que el tiempo no imponía condiciones entre ellos. Esa quietud era impermeable al movimiento en los pasillos y salas donde se multiplicaban los roces entre suelas y alfombra.
Reafirmó que el disfrute ante ciertos paisajes depende de los telones del ánimo propio. Creyó sentir en las yemas de sus dedos el contraste entre los pliegues de la tela y la lisa superficie del cuadro. Admiró lo luminoso y etéreo anteponerse a lo opaco y tangible.
Entonces lo distrajo un cavernoso gruñido desde los abismos de su estómago; el mediodía había llegado. Debía ir a trabajar. Otro día entre hamburguesas que debían salir en menos de dos minutos.